Ante el 71 Aniversario del asesinato de León Trotsky, vayan como homenaje unas bellas palabras escritas por José Carlos Mariátegui en La Escena Contemporánea (1925):
Trotsky no es sólo un protagonista sino también un filósofo, un historiador y un crítico de la Revolución. Ningún líder de la Revolución puede carecer, naturalmente, de una visión panorámica y certera de sus raíces y de su génesis. Lenin, verbigracia, se distinguió por una singular facultad para percibir y entender la dirección de la historia contemporánea y el sentido de sus acontecimientos. Pero los penetrantes estudios de Lenin no abarcaron sino las cuestiones políticas y económicas. Trotsky, en cambio, se ha interesado además por las consecuencias de la Revolución en la filosofía y en el arte.
Polemiza Trotsky con los escritores y artistas que anuncian el advenimiento de un arte nuevo, la aparición de un arte proletario. ¿Posee ya la Revolución un arte propio? Trotsky mueve la cabeza. "La cultura -escribe- no es la primera fase de un bienestar: es un resultado final". El proletariado gasta actualmente sus energías en la lucha por abatir a la burguesía y en el trabajo de resolver sus problemas económicos, políticos, educacionales. El orden nuevo es todavía demasiado embrionario e incipiente. Se encuentra en un periodo de formación. Un arte del proletariado no puede aparecer aún. Trotsky define el desarrollo del arte como el más alto testimonio de la vitalidad y del valor de una época. El arte del proletariado no será aquél que describa los episodios de la lucha revolucionaria; será, más bien, aquél que describa la vida emanada de la revolución, de sus creaciones y de sus frutos. No es, pues, el caso de hablar de un arte nuevo. El arte, como el nuevo orden social, atraviesa un período de tanteos y de ensayos. "La revolución encontrará en el arte su imagen cuando cese de ser para el artista un cataclismo extraño a él". El arte nuevo será producido por hombres de una nueva especie. El conflicto entre la realidad moribunda y la realidad naciente durará largos años.
Estos años serán de combate y de malestar. Sólo después que estos años transcurran, cuando la nueva orga-nización humana esté cimentada y asegurada, existirán las condiciones necesarias para el desenvolvimiento de un arte del proletariado. ¿Cuáles serán los rasgos esenciales de este arte futuro? Trotsky formula algunas previsiones. El arte futuro será, a su juicio, "inconciliable con el pesimismo, con el escepticismo y con todas las otras formas de postración intelectual. Estará lleno de fe creadora, lleno de una fe sin límites en el porvenir". No es ésta, ciertamente, una tesis arbitraria. La desesperanza, el nihilismo, la morbosidad que en diversas dosis contiene la literatura contemporánea son señales características de una sociedad fatigada, agotada, decadente. La juventud es optimista, afirmativa, jocunda; la vejez es escéptica, negativa y regañona. La filosofía y el arte de una sociedad joven tendrán, por consiguiente, un acento distinto de la filosofía y del arte de una sociedad senil.
El pensamiento de Trotsky se interna, por estos caminos, en otras conjeturas y en otras interpretaciones. Los esfuerzos de la cultura y de la inteligencia burguesas están dirigidos principalmente al progreso de la técnica y del mecanismo de la producción. La ciencia es aplicada, sobre todo, a la creación de un maquinismo cada día más perfecto. Los intereses de la clase dominante son adversos a la racionalización de la producción; y son adversos, por ende, a la racionalización de las costumbres. Las preocupaciones de la humanidad resultan, sobre todo, utilitarias.
El ideal de nuestra época es la ganancia y el ahorro. La acumulación de riquezas aparece como la mayor finalidad de la vida humana. Y bien. El orden nuevo, el orden revolucionario, racionalizará y humanizará las costumbres. Resolverá los problemas que, a causa de su estructura y de su función, el orden burgués es impotente para solucionar. Consentirá la liberación de la mujer de la servidumbre doméstica, asegurará la educación social de los niños, libertará al matrimonio de las preocupaciones económicas. El socialismo, tan motejado y acusado de materialista, resulta, en suma, desde este punto de vista, una reivindicación, un renacimiento de valores espirituales y morales, oprimidos por la organización y los métodos capitalistas. Si en la época capitalista prevalecieron ambiciones e intereses materiales, la época proletaria, sus modalidades y sus instituciones se inspirarán en intereses e ideales éticos.
La dialéctica de Trotsky nos conduce a una previsión optimista del porvenir del Occidente y de la Humanidad. Spengler anuncia la decadencia total de Occidente. El socialismo, según su teoría, no es sino una etapa de la trayectoria de una civilización. Trotsky constata únicamente la crisis de la cultura burguesa, el tramonto de la sociedad capitalista. Esta cultura, esta sociedad, envejecidas, hastiadas, desaparecen; una nueva cultura, una nueva sociedad emergen de su entraña. La ascensión de una nueva clase dominante, mucho más extensa en sus raíces, más vital en su contenido que la anterior, renovará y aumentará las energías mentales y morales de la humanidad. El progreso de la humanidad aparecerá entonces dividido en las siguientes etapas principales: antigüedad (régimen esclavista); edad media (régimen de servidumbre); capitalismo (régimen del salario); socialismo (régimen de igualdad social). Los veinte, los treinta, los cincuenta años que durará la revolución proletaria, dice Trotsky, marcarán una época de transición.
¿El hombre que tan sutil y tan hondamente teoriza, es el mismo que arengaba y revistaba al ejército rojo? Algunas personas no conocen, tal vez, sino al Trotsky de traza marcial de tantos retratos y tantas caricaturas. Al Trotsky del tren blindado, al Trotsky Ministro de Guerra y Generalísimo, al Trotsky que amenaza a Europa con una invasión napoleónica. Y este Trotsky en verdad no existe. Es casi únicamente una invención de la prensa. El Trotsky real, el Trotsky verdadero es aquél que nos revelan sus escritos. Un libro da siempre de un hombre una imagen más exacta y más verídica que un uniforme. Un generalísimo, sobre todo, no puede filosofar tan humana y tan humanitariamente. ¿Os imagináis a Foch, a Ludendorf, a Douglas Haig en la actitud mental de Trotsky?
La ficción del Trotsky marcial, del Trotsky napoleónico, procede de un solo aspecto del rol del célebre revolucionario en la Rusia de los Soviets: el comando del ejército rojo. Trotsky, como es notorio, ocupó primeramente el Comisariato de Negocios Extranjeros. Pero el sesgo final de las negociaciones de Brest Litowsk lo obligó a abandonar ese ministerio. Trotsky quiso que Rusia opusiera al militarismo alemán una actitud tolstoyana: que rechazase la paz que se le imponía y que se cruzase de brazos, indefensa, ante el adversario. Lenin, con mayor sentido político, prefirió la capitulación. Trasladado al Comisariato de Guerra, Trotsky recibió el encargo de organizar el ejército rojo. En esta obra mostró Trotsky su capacidad de organizador y de realizador. El ejército ruso estaba disuelto. La caída del zarismo, el proceso de la revolución, la liquidación de la guerra, produjeron su aniquilamiento. Los Soviets carecían de elementos para reconstituirlo. Apenas si quedaban, dispersos, algunos materiales bélicos. Los jefes y oficiales monarquistas, a causa de su evidente humor reaccionario, no podían ser utilizados. Momentáneamente, Trotsky trató de servirse del auxilio técnico de las misiones militares aliadas, explotando el interés de la Entente de recuperar la ayuda de Rusia contra Alemania. Mas las misiones aliadas deseaban, ante todo, la caída de los bolcheviques. Si fingían pactar con ellos era para socavarlos mejor. En las misiones aliadas Trotsky no encontró sino un colaborador leal: el capitán Jacques Sadoul,* miembro de la embajada francesa, que acabó adhiriéndose a la Revolución, seducido por su ideario y por sus hombres. Los Soviets, finalmente, tuvieron que echar de Rusia a los diplomáticos y militares de la Entente. Y, dominando todas las dificultades, Trotsky llegó a crear un poderoso ejército que defendió victoriosamente a la Revolución de los ataques de todos sus enemigos externos e internos. El núcleo inicial de este ejército fueron doscientos mil voluntarios de la vanguardia y de la juventud comunistas. Pero, en el periodo de mayor riesgo para los Soviets, Trotsky comandó un ejército de más de cinco millones de soldados.
Y, como su ex-generalísimo, el ejército rojo es un caso nuevo en la historia militar del mundo. Es un ejército que siente su papel de ejército revolucionario y que no olvida que su fin es la defensa de la revolución. De su ánimo está excluido, por ende, todo sentimiento específica y marcialmente impe-rialista. Su disciplina, su organización y su estructura son revolucionarias. Acaso, mientras el generalísimo escribía un artículo sobre Romain Rolland, los soldados evocaban a Tolstoy o leían a Kropotkin.
Trotsky no es sólo un protagonista sino también un filósofo, un historiador y un crítico de la Revolución. Ningún líder de la Revolución puede carecer, naturalmente, de una visión panorámica y certera de sus raíces y de su génesis. Lenin, verbigracia, se distinguió por una singular facultad para percibir y entender la dirección de la historia contemporánea y el sentido de sus acontecimientos. Pero los penetrantes estudios de Lenin no abarcaron sino las cuestiones políticas y económicas. Trotsky, en cambio, se ha interesado además por las consecuencias de la Revolución en la filosofía y en el arte.
Polemiza Trotsky con los escritores y artistas que anuncian el advenimiento de un arte nuevo, la aparición de un arte proletario. ¿Posee ya la Revolución un arte propio? Trotsky mueve la cabeza. "La cultura -escribe- no es la primera fase de un bienestar: es un resultado final". El proletariado gasta actualmente sus energías en la lucha por abatir a la burguesía y en el trabajo de resolver sus problemas económicos, políticos, educacionales. El orden nuevo es todavía demasiado embrionario e incipiente. Se encuentra en un periodo de formación. Un arte del proletariado no puede aparecer aún. Trotsky define el desarrollo del arte como el más alto testimonio de la vitalidad y del valor de una época. El arte del proletariado no será aquél que describa los episodios de la lucha revolucionaria; será, más bien, aquél que describa la vida emanada de la revolución, de sus creaciones y de sus frutos. No es, pues, el caso de hablar de un arte nuevo. El arte, como el nuevo orden social, atraviesa un período de tanteos y de ensayos. "La revolución encontrará en el arte su imagen cuando cese de ser para el artista un cataclismo extraño a él". El arte nuevo será producido por hombres de una nueva especie. El conflicto entre la realidad moribunda y la realidad naciente durará largos años.
Estos años serán de combate y de malestar. Sólo después que estos años transcurran, cuando la nueva orga-nización humana esté cimentada y asegurada, existirán las condiciones necesarias para el desenvolvimiento de un arte del proletariado. ¿Cuáles serán los rasgos esenciales de este arte futuro? Trotsky formula algunas previsiones. El arte futuro será, a su juicio, "inconciliable con el pesimismo, con el escepticismo y con todas las otras formas de postración intelectual. Estará lleno de fe creadora, lleno de una fe sin límites en el porvenir". No es ésta, ciertamente, una tesis arbitraria. La desesperanza, el nihilismo, la morbosidad que en diversas dosis contiene la literatura contemporánea son señales características de una sociedad fatigada, agotada, decadente. La juventud es optimista, afirmativa, jocunda; la vejez es escéptica, negativa y regañona. La filosofía y el arte de una sociedad joven tendrán, por consiguiente, un acento distinto de la filosofía y del arte de una sociedad senil.
El pensamiento de Trotsky se interna, por estos caminos, en otras conjeturas y en otras interpretaciones. Los esfuerzos de la cultura y de la inteligencia burguesas están dirigidos principalmente al progreso de la técnica y del mecanismo de la producción. La ciencia es aplicada, sobre todo, a la creación de un maquinismo cada día más perfecto. Los intereses de la clase dominante son adversos a la racionalización de la producción; y son adversos, por ende, a la racionalización de las costumbres. Las preocupaciones de la humanidad resultan, sobre todo, utilitarias.
El ideal de nuestra época es la ganancia y el ahorro. La acumulación de riquezas aparece como la mayor finalidad de la vida humana. Y bien. El orden nuevo, el orden revolucionario, racionalizará y humanizará las costumbres. Resolverá los problemas que, a causa de su estructura y de su función, el orden burgués es impotente para solucionar. Consentirá la liberación de la mujer de la servidumbre doméstica, asegurará la educación social de los niños, libertará al matrimonio de las preocupaciones económicas. El socialismo, tan motejado y acusado de materialista, resulta, en suma, desde este punto de vista, una reivindicación, un renacimiento de valores espirituales y morales, oprimidos por la organización y los métodos capitalistas. Si en la época capitalista prevalecieron ambiciones e intereses materiales, la época proletaria, sus modalidades y sus instituciones se inspirarán en intereses e ideales éticos.
La dialéctica de Trotsky nos conduce a una previsión optimista del porvenir del Occidente y de la Humanidad. Spengler anuncia la decadencia total de Occidente. El socialismo, según su teoría, no es sino una etapa de la trayectoria de una civilización. Trotsky constata únicamente la crisis de la cultura burguesa, el tramonto de la sociedad capitalista. Esta cultura, esta sociedad, envejecidas, hastiadas, desaparecen; una nueva cultura, una nueva sociedad emergen de su entraña. La ascensión de una nueva clase dominante, mucho más extensa en sus raíces, más vital en su contenido que la anterior, renovará y aumentará las energías mentales y morales de la humanidad. El progreso de la humanidad aparecerá entonces dividido en las siguientes etapas principales: antigüedad (régimen esclavista); edad media (régimen de servidumbre); capitalismo (régimen del salario); socialismo (régimen de igualdad social). Los veinte, los treinta, los cincuenta años que durará la revolución proletaria, dice Trotsky, marcarán una época de transición.
¿El hombre que tan sutil y tan hondamente teoriza, es el mismo que arengaba y revistaba al ejército rojo? Algunas personas no conocen, tal vez, sino al Trotsky de traza marcial de tantos retratos y tantas caricaturas. Al Trotsky del tren blindado, al Trotsky Ministro de Guerra y Generalísimo, al Trotsky que amenaza a Europa con una invasión napoleónica. Y este Trotsky en verdad no existe. Es casi únicamente una invención de la prensa. El Trotsky real, el Trotsky verdadero es aquél que nos revelan sus escritos. Un libro da siempre de un hombre una imagen más exacta y más verídica que un uniforme. Un generalísimo, sobre todo, no puede filosofar tan humana y tan humanitariamente. ¿Os imagináis a Foch, a Ludendorf, a Douglas Haig en la actitud mental de Trotsky?
La ficción del Trotsky marcial, del Trotsky napoleónico, procede de un solo aspecto del rol del célebre revolucionario en la Rusia de los Soviets: el comando del ejército rojo. Trotsky, como es notorio, ocupó primeramente el Comisariato de Negocios Extranjeros. Pero el sesgo final de las negociaciones de Brest Litowsk lo obligó a abandonar ese ministerio. Trotsky quiso que Rusia opusiera al militarismo alemán una actitud tolstoyana: que rechazase la paz que se le imponía y que se cruzase de brazos, indefensa, ante el adversario. Lenin, con mayor sentido político, prefirió la capitulación. Trasladado al Comisariato de Guerra, Trotsky recibió el encargo de organizar el ejército rojo. En esta obra mostró Trotsky su capacidad de organizador y de realizador. El ejército ruso estaba disuelto. La caída del zarismo, el proceso de la revolución, la liquidación de la guerra, produjeron su aniquilamiento. Los Soviets carecían de elementos para reconstituirlo. Apenas si quedaban, dispersos, algunos materiales bélicos. Los jefes y oficiales monarquistas, a causa de su evidente humor reaccionario, no podían ser utilizados. Momentáneamente, Trotsky trató de servirse del auxilio técnico de las misiones militares aliadas, explotando el interés de la Entente de recuperar la ayuda de Rusia contra Alemania. Mas las misiones aliadas deseaban, ante todo, la caída de los bolcheviques. Si fingían pactar con ellos era para socavarlos mejor. En las misiones aliadas Trotsky no encontró sino un colaborador leal: el capitán Jacques Sadoul,* miembro de la embajada francesa, que acabó adhiriéndose a la Revolución, seducido por su ideario y por sus hombres. Los Soviets, finalmente, tuvieron que echar de Rusia a los diplomáticos y militares de la Entente. Y, dominando todas las dificultades, Trotsky llegó a crear un poderoso ejército que defendió victoriosamente a la Revolución de los ataques de todos sus enemigos externos e internos. El núcleo inicial de este ejército fueron doscientos mil voluntarios de la vanguardia y de la juventud comunistas. Pero, en el periodo de mayor riesgo para los Soviets, Trotsky comandó un ejército de más de cinco millones de soldados.
Y, como su ex-generalísimo, el ejército rojo es un caso nuevo en la historia militar del mundo. Es un ejército que siente su papel de ejército revolucionario y que no olvida que su fin es la defensa de la revolución. De su ánimo está excluido, por ende, todo sentimiento específica y marcialmente impe-rialista. Su disciplina, su organización y su estructura son revolucionarias. Acaso, mientras el generalísimo escribía un artículo sobre Romain Rolland, los soldados evocaban a Tolstoy o leían a Kropotkin.
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