En La Cola del Diablo, José Aricó escribía lo siguiente: “Constreñida por su visión societalista a colocar siempre en un plano casi excluyente de los demás la estructura de clases y las relaciones que de allí arrancan, la izquierda de tradición marxista se rehusó a reconocer y admitir la funcionalidad específica de un Estado que, en ausencia de una clase nacional, operaba como una suerte de Estado ‘puro’, arrastrando a la sociedad al cambio y fabricando desde la cúspide a la clase dirigente".
Acá, una crítica de esta lectura y de sus consecuencias teóricas y políticas respecto de la visión que los gramscianos argentinos tenían sobre el desarrollo de la subjetividad obrera en la Argentina. Viene a cuento porque en esta idea se formó el pensamiento "progresista" de las últimas décadas, que asignó al Estado el rol del sujeto de los cambios sociales.
Si bien lo de Aricó era una exageración unilateral tendiente a justificar el apoyo a la izquierda peronista primero y al alfonsinismo después, lo cierto es que a pesar de su carácter semicolonial y en realidad a causa de él, el poder estatal en la Argentina (en épocas de paz) parecería una hibridación entre lo que Gramsci llamaba, con ambivalencias varias, sociedad política y sociedad civil, expresada en la legitimación de las relaciones capitalistas mediante el discurso del Estado como mediador entre las clases. La "movilidad social ascendente" fue la fábula acorde a esta idea y el peronismo (conquista de la "ciudadanía obrera" bajo conducción burguesa) para los trabajadores y los pobres, la Universidad y partido radical (republicanismo) para las clases medias fueron su "sistema de trincheras".
Este esquema, expresado en el bipartidismo PJ/UCR, entró en crisis en el 2001 y desde ese entonces el peronismo estuvo abocado a la recomposición del aparato estatal, tarea a la que se sumaron con gusto muchos progresistas desencantados con la experiencia de la Alianza.
Estos años de gobiernos kirchneristas han sido como nunca los años de las ilusiones desmesuradas en las capacidades de transformación del Estado, como gestor de cambios desde arriba que suplantan a los movimientos sociales, relegados al rol de "base de apoyo".
Pero se pasaron de rosca y creyeron que las capacidades taumatúrgicas del Estado permitían conjurar con demasiada facilidad las contradicciones de clase más profundas con simples maniobras tácticas. Creyeron que el 54% de los votos era suficiente para iniciar una nueva retrogradación de las pocas conquistas obtenidas por la clase trabajadora en los últimos años, así como así, sin imponer ninguna derrota de magnitud a los trabajadores. Y sobre todo, se confiaron demasiado en el conformismo alentado por la estabilidad económica, subestimaron la desobediencia social que puede surgir ante situaciones límites y les explotó en la cara la crisis por las mineras, el Proyecto X y la masacre de Once (incluido el hallazgo tardío del cuerpo de Lucas entre los fierros del tren chocado).
El entreguismo hacia las grandes empresas que saquean nuestros recursos, la política represiva (espían a la izquierda, en especial a los dirigentes obreros del PTS, reprimen las protestas y a la vez llenan los barrios de gendarmes y policías) y la destrucción de los servicios públicos más allá de la vida de los usuarios, son las postales de estos primeros meses de la "sintonía fina".
A partir de ahora queda un gobierno más debilitado y golpeado en su flanco izquierdo. Para la clase trabajadora es una oportunidad de dar una lucha ofensiva para que se anulen las causas a los luchadores procesados, por el juicio y castigo a los responsables de la masacre de Once, por la renacionalización sin pago de los ferrocarriles bajo control de trabajadores y usuarios, contra los techos salariales en las paritarias, entre otras.
Los delegados, activistas y luchadores espiados y perseguidos por este gobierno son los que levantan estas banderas, bajo las cuales se irá agrupando un sector cada vez más grande de jóvenes y trabajadores. Acelerar ese proceso es la tarea del FIT.
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