Si bien era un terrible stalinista, creo que Rafael Alberti era un gran escritor. Comparto con los amigos unas líneas con las que inicia Entre el Clavel y la Espada, que leí por primera vez hace como veinte años, por consejo de mi viejo:
Si yo no viniera de donde vengo; si aquel reaparecido, pálido, yerto horror no me hubiera empujado a estos nuevos kilómetros todavía sin lágrimas; si no colgara, incluso de los mapas más tranquilos, la continua advertencia de esa helada y doble hoja de muerte; si mi nombre no fuera un compromiso, una palabra dada, un expuesto cuello constante, tú, libro que ahora vas a abrirte, lo harías solamente bajo un signo de flor, lejos de él la fija espada que lo alerta.
Hincado entre los dos vivimos: de un lado, un seco olor a sangre pisoteada; de otro, un aroma a jardines, a amanecer diario, a vida fresca, fuerte, inexpugnable. Pero para la rosa o el clavel hoy cantan pájaros más duros, y sobre dos amantes embebidos puede bajar la muerte silbadora desde esas mismas nubes en que soñaran verse viajando, vapor de espuma por la espuma.
No te muevas. Silencio. No te muevas.
Sobre las alamedas de los verdes más íntimos, un decreto de fuego. Sobre el sueño, en la noche, ausente bajo sábanas de temores rendidos, la ley del sobresalto, la explosión imprecisa. E igual sobre la torre, el cristal, el humo, el charco de las ranas, el césped madruguero...
Espada, espada, espada, espadas.
Y mientras, en acoso, en abrazo, en sitio, la imaginación siempre atónita, con ojeras y párpados de asombro, ardiendo por la fuerza de la sangre; mandando desmandada, aferrándose ansiosa, imperecedera, en lo que deseáramos eterno por debajo de los escombros, aplastado por las ruinas.
Clavel, clavel, clavel, claveles.
Salta, gallo de alba: mira qué alcobas encendidas van a abrírsete. Caballo, yerba, perro, toro: tenéis llama de hombre. Aceleraos. Hay cambios en el aire. Errores floridos. Pero... Silencio. Oíd. Esperad. No os mováis.
Entre el clavel y la espada.
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