Leo en El último Coyote, de Michael Connelly:
Giró a la izquierda por Laurel Canyon y ascendió por la carretera serpenteante que remontaba la colina. En Mullholland estuvo a punto de doblar a la derecha en rojo, pero miró hacia la izquierda y se detuvo. Vio un coyote que salía de la maleza del arroyo que había a la izquierda de la calzada y echaba una mirada tentativa al cruce. No había más coches. Sólo Bosch lo vio.
El animal era delgado y desgreñado, consumido por la lucha por la supervivencia en las colinas urbanas. La niebla que se levantaba desde el arroyo captó el reflejo de las farolas de la calle y baño al coyote en una luz tenue, casi azul. El animal pareció estudiar por un momento el coche de Bosch; sus ojos captaron el reflejo de la luz de freno y brillaron. Por un momento Bosch creyó que el coyote podía estar mirándolo directamente a él, pero el animal enseguida se volvió y retrocedió en la niebla azul.
(...)
Más tarde, tendido en su cama después de tomar más copas y con la luz todavía encendida, se fumó el último cigarrillo de la noche y miró al techo. Había dejado la luz encendida, pero su mente estaba en la noche oscura y sagrada. Y en el coyote azul. Y en la mujer con la cara franca. Estos pensamientos no tardaron en desparecer con él en la oscuridad.
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