viernes, 30 de julio de 2010

En el campo de juego



Era una guerra de movimiento. El Peruano, cuyo nombre olvidé a fuerza de aplicarle el correspondiente apodo xenófobo, se defendía como un gato panza arriba. En realidad yo, que era más chico, me defendía de él, hasta que en un momento logré penetrar su territorio.

Con una gambeta lo dejé en el piso, lugar desde el cual me aplicó dos o tres de esos puntinazos reglamentarios a las canillas. No sirvió. La pelota pasó igual la línea de gol. Ese día había ganado.

Escenas como esa habían poblado mi infancia infinidad de veces. La plaza transformada en un campamento futbolístico por el piberío del barrio, que había ido secando y transformando en tierra el pasto. La coexistencia pacífica con ciertos integrantes de la hinchada de San Lorenzo, o que decían serlo para darse aires de gente con aguante; las peleas en que perdía mucho más de lo que ganaba, los escalamientos que llevaban a las terrazas de las señoras viejas del barrio, con el solo objetivo de recuperar la pelota.

La nuestra era una particular versión del juego, porque la cancha principal de la plaza era una pista de patinaje, en la cual con ayuda de algún adulto habíamos pintado el centro, las esquinas del corner, las áreas y dos pequeños arcos. Ninguno de nosotros entendía para qué habían puesto una pista de patinaje en una plaza en la cual había diez pibes por cada mujer, dado que la noble actividad de desplazarse sobre ocho rueditas no resultaba muy de varón a nuestro rudimentario entender…

Jugábamos con un arco bajito, de uno por uno y medio más o menos y sin arquero. Sacábamos el lateral con la mano, aunque a veces venían de otros barrios y lo sacaban con el pie, ante lo cual explicábamos la forma correcta de jugar en nuestra pista devenida campo de juego. Era la única cancha con baranda del mundo. A veces venían algunos que preguntaban si era papi o babi fútbol, lo cual era respondido con la famosa cita de Baruch de Spinoza: ¿De qué estás hablando, Willis?

El barrio siempre contuvo todas las sensibilidades: estaban los que iban a misa con sus padres, aquellos cuyos padres votaban a Zamora, quien para terror de mi vieja, que revistaba en las filas de aquellos, era “trotskista”, los hijos del camionero, del colectivero, del taxista, del que no se sabía de qué vivía, un hijo de cantante de ópera y anestesista que tenía el cielo ganado por adelantado, los coreanos que decían que en Corea la edad se computaba distinto porque pasaban dos años en la panza de sus madres (¡con razón se habla de la paciencia oriental!). Todos, sí, disfrutábamos recorrer las calles en verano con un balde lleno de agua y bombitas para el festejo del carnaval al que sometíamos ingenua pero cruelmente a algunas damas muy poco interesadas en el intercambio de agua por insultos.

De todos modos, esta actitud no podía encuadrarse estrictamente en un comportamiento hostil hacia el género femenino. Los del otro edificio, por ejemplo, a quienes asignábamos el poco reconfortante y muy ochentoso mote de “los conchetos”, fueran hombres o mujeres, recibían agua de la zanja a cambio de sus bombitas. Cuando se nos terminaba la munición, llenábamos nuevamente la botella en la breve correntada que acompañaba al cordón de la vereda y volvíamos a la carga. En realidad todas estas son secuencias que ocurrieron en tiempos diferentes, pero dejan claro el concepto, si se puede usar el término, de lo que éramos, queríamos y hacíamos.

La semana pasada estuve parado un buen rato, bajo la llovizna, en la misma pista devenida cancha y me acordé de estas cosas y muchas más. Mientras la malvinera contenía el ataque débil pero persistente del agua, observé el territorio en el que había transitado una significativa parte de mi vida. Había entrado por primera vez a esa plaza hace más de 20 años. Como símbolo de la política que nos dejó el turco y sus epígonos, ya no había bebederos ¿A quién se le ocurre que en un lugar para correr hasta quedar deshidratado no haya bebederos? Si se lo mira bien, el detalle es de una crueldad espantosa. Una escena de neoliberalismo explícito.

La plaza estaba prolijamente pintada de azulgrana, sólo interrumpido por leyendas que rezaban “No al polideportivo, Fuera CASLA”. Este principio de desgarramiento entre el barrio y el club no me afecta, primero porque ahora no me interesa especialmente el fútbol y segundo porque entiendo que a esa identidad de barrio y club no hay con qué darle: la amalgama entre Boedo y San Lorenzo no puede deshacerse por tal o cual dirigencia circunstancial o por la pésima idea de cerrar una plaza y abrir un polideportivo, que por otra parte, ya la escuché varias veces cuando era pibe.

De última, si cierran la plaza, siempre está el pasillo de mi propia casa, que más de una vez se transformó en un arco a arco entre mi viejo y yo. Daría lo que no tengo por ver a mi viejo pateando una pelota nuevamente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La plaza la cerraron no más. Y se la regalaron al club. Los legisladores de la CABA. Los mismos que expropiaron la terminal de micros, que había sido comprada por unos evangelistas, para hacer la plaza nueva, en Loria.
Una plaza sin árboles. No sé si tiene bebederos. Tiene unos desniveles laberínticos que dificultan cualquier carrera. Pero no tiene árboles.
Y tiene dealers por doquier, y la murga que jode todos los domingos y los miércoles a la noche.
Y perros. muchos perros. Más perros que niños pateando pelotas.