miércoles, 15 de diciembre de 2010

Trotskismo, militancia y kirchnerismo


El asesinato del joven militante del Partido Obrero, Mariano Ferreyra primero y la masiva participación de sectores juveniles en los funerales de Néstor Kirchner abrieron el debate sobre la militancia política de los jóvenes. Surgió entonces una figura de la militancia política planteada como involucramiento en los asuntos públicos y participación activa en la construcción de los destinos del país. Los mismos que hasta hace dos días identificaban la militancia con “los troskos que no entienden el movimiento nacional y popular” pasaron a cantar loas sobre la militancia y al rol protagónico de la juventud, con la brutal contradicción de que la policía de Insfrán, aliado del gobierno y después la Federal junto a la policía de Macri, mataron cuatro jóvenes en el transcurso de dos semanas. Veamos algunos tópicos que tienen que ver con este debate. Intentaremos no repetir cosas que ya se han dicho, prefiriendo sí hacer referencias a otras intervenciones para que los lectores/as puedan seguir las polémicas que se vienen dando.


La naturaleza de lo político y la naturaleza de la lucha de clases


Según Carl Schmitt la naturaleza de lo político es la distinción de amigos y enemigos, entendiendo al enemigo como el otro, el extraño, aquel que con su sola existencia amenaza la forma existencial propia (la del nosotros organizados en una comunidad nacional) que debe ser combatida. Engels, por su parte, planteó que la política debe interpretarse como lucha de clases o fracciones de clase. Ambos criterios se cruzan en la realidad y más aún cuando la realidad se vuelve convulsiva desde el punto de vista político. Cuando se traza la distinción entre amigos y enemigos desde la participación en un frente policlasista, los partidarios de la lucha de clases, resultarán el otro, el que ataca el sistema de alianzas y el orden constituido por los policlasistas, resultarán el enemigo. Esta distinción de amigos y enemigos no es menor y tiene consecuencias en la política, sobre todo cuando toma dinámica propia la lucha de clases, porque cuando la lucha entre clases o fracciones de clase sobrepasa los límites de la legalidad imperante, la distinción entre amigo y enemido deja de ser un tema retórico y adquiere toda su densidad “existencial”, lo cual se expresa en última instancia en represión y muerte, como vimos en Barracas, Formosa y Villa Soldati.


En este sentido, siempre el peronismo identificó a los marxistas como el enemigo, en medida mucho mayor que al “capitalismo foráneo” con el que de una u otra forma se terminó entendiendo. El kirchnerismo recoge esta idea, pero le agrega una contradicción mayor. Reivindica a la juventud militante de los ’70, pero en su lucha contra la izquierda, tienen que valerse de la Juventud Sindical de los Moyano, contra la cual esos mismos militantes setentistas se batían a cadenazos limpios. De esta forma la dinámica de la política y la dinámica de la lucha de clases configuran amigos y enemigos más allá de todo discurso “progresista” y a esos alineamientos profundos es a los que hay que prestar atención para saber en qué sector de la topografía política se ubica el gobierno.


Espíritu Estatal y Estadolatría



En segundo lugar está planteado un debate sobre el rol del Estado. Como dijimos acá, el kirchnerismo buscó recomponer la autoridad estatal de modo tal que las demandas de 2001 se vieran canalizadas de forma distorsionada con una política por arriba. Definimos en su momento este proceso como un proceso de pasivización, porque sin ser una revolución pasiva en el sentido gramsciano clásico, sí logró sacar a las masas de escena. Desde el 2003 hasta acá fue creciendo la idea de que la política se hace desde arriba y que en última instancia el rol de los “movimientos sociales” es apoyar la acción del gobierno “progresista”. Todos los sectores del movimiento piquetero, sindical y de DDHH cooptados por el gobierno, más los intelectuales de Carta Abierta, han abonado esta idea. Sin embargo hay una diferencia entre los fundamentos de los que apoyan al gobierno y los fundamentos de los que gobiernan efectivamente. En este sentido, la distinción gramsciana entre Espíritu Estatal y Estadolatría resulta de gran utilidad. El peronismo tiene Espíritu Estatal, tiene voluntad de devenir estado, de retener el poder estatal y de gobernar. Para eso puede ser camporista, menemista o kirchnerista. Por el contrario, los progresistas devenidos kirchneristas practican la Estadolatría, es decir, agrandan las capacidades de transformación progresiva del estado burgués, minimizando el rol del automovimiento de las masas obreras y populares. No en vano, los miembros de Carta Abierta, se han callado la boca ante la represión en Kraft de forma absolutamente vergonzosa. Prefieren que la burocracia sindical controle el movimiento obrero, para que “los troskos” no alteren el desarrollo del “proyecto” cuyo “crecimiento” se basa en tener el 40% de los trabajadores en condiciones precarias y pagarle fortuna al Club de París. Los estadólatras resultan así absolutamente funcionales a los portadores del Espíritu Estatal: el peronismo con su aparato del conurbano bonaerense y la burocracia sindical, que resultan los principales apoyos con que cuenta el gobierno. Los estadólatras esgrimirán el argumento de que el Estado es un límite a las corporaciones. Esto puede ser parcialmente cierto en épocas de paz y crecimiento económico porque se garantiza una paupérrima “distribución” mientras los capitalistas librados a su exclusiva voluntad, nos harían trabajar por migajas. Sin embargo, las políticas “redistributivas” han beneficado escpecialmente a un sector en blanco y formalizado del movimiento obrero y poco y nada a los que trabajan en negro y en condiciones precarias o están desocupados. A esto se suma que en los hechos candentes de la lucha de clases, Estado y corporaciones actúan en el mismo bando como sucedió en el más importante conflicto obrero de fábrica de los últimos años, el de Kraft-Terrabusi.


Una caricatura de los ’70


A partir de estos debates retoman cierto interés algunos intercambios entre los blogueros peronistas sobre los años 70. Como dijimos en el artículo citado al comienzo de estas líneas, el discurso gubernamental de reivindicación de la militancia setentista siempre se detuvo ante el umbral de la violencia de los explotados, que nunca pudo reivindicar, por su propio carácter pasivizador. La elección del nombre y la mística de la juventud gubernamental es sintomática en este sentido. La Cámpora es la “juventud maravillosa” antes del 1º de Mayo de 1974. Es la juventud radicalizada pero no tanto. Es la izquierda peronista conviviendo con la derecha peronista bajo la conducción del General. Es una visión idílica de unidad del peronismo, muy bien sintentizada por Facundo Moyano: “Rucci es nuestro y los 30 mil desaparecidos también”. No nos vamos a extender sobre este tema porque ha sido bastante debatido. En términos generales la línea del gobierno coincide con lo que dijo Feinmann acá, que siempre que puede mete su balance derechoso sobre los años 70. Salvo que el gobierno no restringe la militancia oficialista al ámbito territorial (también intentan hacer pie en las Universidades donde aunque parezca insólito tienen muchísimo menos peso que los trotskistas) y sobre todo no la plantea como una actividad a pulmón, sino que ofrece millones de pesos del aparato estatal y una conducción de “jóvenes” funcionarios con sueldos millonarios para dirigir la patriada ¿Se imaginan a cualquiera de los obreros de la Mercedez Benz o el Ingenio Ledesma que están desaparecidos, marchando codo a codo con estos tipos, que tienen excelentes relaciones con esas patronales que entregaron a los obreros a los milicos?


Una adaptación a la “perestroika peronista”


Vamos sacando una primera conclusión, que es la siguiente: El llamado a la militancia de los kirchneristas es simplemente una convocatoria a apoyar activamente la política que el gobierno lleva adelante desde arriba, pero no un llamamiento a darle paso a la juventud, con sus propias ideas, problemas, sentimientos y propuestas.


Sin embargo, esto nos plantea la cuestión nada menor del peso que tiene la ideología, como concepción del mundo en el sentido gramsciano y como falsa conciencia en el sentido del joven Marx o como obstáculo epistemológico diría un Bachelard llegado a través de Althusser. Efectivamente, estamos asistiendo al auge de un discurso “nacional y popular” que se acompaña con la adaptación flagrante a lo que se ha llamado metafóricamente “la perestroika peronista”. Se ha pagado fortuna de deuda externa, presentando el “desendeudamiento” como una política revolucionaria, por oposición al más tradicional y combativo “no pago” defenestrado por todos los progresistas con el nada elogioso nombre de “default”. Toda la política seguida por Cristina indica que el gobierno tiene un discurso “nacional y popular” puesto al servicio de concretar un giro a la derecha (protección a Pedraza, pago al club de París, represión en Formosa y alineamiento con Insfrán, alineamiento con EEUU contra Irán, etc)


“Idealismo” y realismo político


La militancia incluye un alto grado de “idealismo”, entendido este en un sentido coloquial y no estrictamente filosófico, incluso aunque sea marxista y por ende materialista. Hay que creer profundamente en las ideas que uno sostiene aunque tengan fundamentos científicos, porque como se sabe no siempre es lo mismo tener fundamentos que convicciones. En este sentido, los jóvenes que quieren participar de la política encontrarán un límite a sus energías en la defensa del status quo con un discurso progresista. El falso realismo político que llama a apoyar al gobierno y dejar la lucha de clases para más tarde tendrá cada vez menos fundamentos en la medida en que se profundice la crisis del capitalismo. La verdadera epopeya que puede plantearse la juventud es la poner en pie una alianza con los trabajadores y todos los sectores populares oprimidos que luchan por igualdad de derechos y defienden sus reivindicaciones. Levantar la bandera de Mariano Ferreyra y no la de Facundo Moyano, porque como se demostró frente a los golpes del ’55 y el ’76 es la única fuerza social que puede presentarle batalla al imperialismo en esta Argentina dependiente y semicolonial. Esa es la perspectiva que defiende el PTS para construir una juventud revolucionaria entre los trabajadores y los estudiantes.

martes, 26 de octubre de 2010

Elogio de Mariano Ferreyra



La muerte de un militante revolucionario es la muerte de uno de los mejores hijos de los trabajadores y el pueblo. El militante revolucionario es el que sigue cuando los demás ya se cansaron, el que en vez de conformarse con lo que hay dice que hay que aprovechar para lograr más conquistas, el que siempre desconfía de la versión oficial y quiere estudiar críticamente las intepretaciones de la realidad. El militante revolucionario es el que nunca falta porque tiene que estudiar, en todo caso duerme menos y llega tan bien o mejor que los demás. El militante revolucionario es el que pone el cuerpo cuando los demás dudan o prefieren quedarse a un costado. El que hace su trabajo con obsesividad y se gana el respeto de sus compañeros. El que después de una larga jornada de trabajo utiliza el último aliento que le queda para organizar a los compañeros, para estudiar la historia del movimiento obrero o las ideas revolucionarias.


El militante revolucionario es el que eligió que su vida es importante pero más importante es si está orientada hacia objetivos grandes: la emancipación de la clase trabajadora y todos los oprimidos. El militante revolucionario es el que sabe que la vida tiene sentido si está puesta en función de algo infinito, que no es la divinidad de las religiones, sino la humanidad, con su incansable historia de opresión, miseria y sublevaciones. El militante revolucionario es el que sabe que no alza el puño por primera vez. Que hay innumerables generaciones de esclavos insurrectos que se alzaron antes y desde la historia reclaman que completemos la tarea que ellos no pudieron terminar. El militante revolucionario es el que sabe que no alcanza con ser izquierdista. Que para terminar con el capitalismo hace falta no sólo denunciar sus atrocidades, sino construir una organización revolucionaria que se proponga terminar con la explotación del hombre por el hombre de manera conciente y métodica.


El militante revolucionario es sobre todo, lo contrario de una figura mítica. Es una persona común, trabajador, estudiante, madre, hermana, que por motivos que no siempre se pueden racionalizar, simplemente no puede soportar la barbarie de la sociedad actual. No quiere ser un héroe, porque eso implica demasiado relieve individual, pero sabe que la lucha de clases puede ponerlo en el difícil lugar de los comportamientos heroicos. Lo único que desea no es el reconocimiento de los demás, sino pasar la prueba, no fallarle a sus compañeros. Estar a la altura de los que se la jugaron, de los que esperan que se la juegue ¡Suena tan modesto y tan difícil a la vez en un país donde la generación de los ’70 pasó por uno de los sistemas de terror y aniquilación más despiadados del Siglo XX!


Y sobre todo es algo tan desconocido por los indiviualistas, los que hacen su vida sin importarle lo que le pasa al de al lado, los que prefieren escalar en detrimento del bien común. Los que se burlan de los que luchan, porque es preferible ser un esclavo satisfecho, ingenuamente satisfecho con la propia condición de esclavo.


Lenin decía que este mundo es durísimo y muy cruel y muchas cosas deben ser destruidas por el hierro y por el fuego. En esa categoría entran sin duda, la burocracia asesina que segó la vida de Mariano Ferreyra, el gobierno que la sostiene y el sistema que defienden ambos. Los militantes trotskistas del PTS, estamos orgullosos de haber compartido la trinchera de lucha con Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero. Su nombre ha quedado inscripto para siempre en las banderas de lucha por la revolución socialista y la liberación de la clase obrera.

viernes, 30 de julio de 2010

En el campo de juego



Era una guerra de movimiento. El Peruano, cuyo nombre olvidé a fuerza de aplicarle el correspondiente apodo xenófobo, se defendía como un gato panza arriba. En realidad yo, que era más chico, me defendía de él, hasta que en un momento logré penetrar su territorio.

Con una gambeta lo dejé en el piso, lugar desde el cual me aplicó dos o tres de esos puntinazos reglamentarios a las canillas. No sirvió. La pelota pasó igual la línea de gol. Ese día había ganado.

Escenas como esa habían poblado mi infancia infinidad de veces. La plaza transformada en un campamento futbolístico por el piberío del barrio, que había ido secando y transformando en tierra el pasto. La coexistencia pacífica con ciertos integrantes de la hinchada de San Lorenzo, o que decían serlo para darse aires de gente con aguante; las peleas en que perdía mucho más de lo que ganaba, los escalamientos que llevaban a las terrazas de las señoras viejas del barrio, con el solo objetivo de recuperar la pelota.

La nuestra era una particular versión del juego, porque la cancha principal de la plaza era una pista de patinaje, en la cual con ayuda de algún adulto habíamos pintado el centro, las esquinas del corner, las áreas y dos pequeños arcos. Ninguno de nosotros entendía para qué habían puesto una pista de patinaje en una plaza en la cual había diez pibes por cada mujer, dado que la noble actividad de desplazarse sobre ocho rueditas no resultaba muy de varón a nuestro rudimentario entender…

Jugábamos con un arco bajito, de uno por uno y medio más o menos y sin arquero. Sacábamos el lateral con la mano, aunque a veces venían de otros barrios y lo sacaban con el pie, ante lo cual explicábamos la forma correcta de jugar en nuestra pista devenida campo de juego. Era la única cancha con baranda del mundo. A veces venían algunos que preguntaban si era papi o babi fútbol, lo cual era respondido con la famosa cita de Baruch de Spinoza: ¿De qué estás hablando, Willis?

El barrio siempre contuvo todas las sensibilidades: estaban los que iban a misa con sus padres, aquellos cuyos padres votaban a Zamora, quien para terror de mi vieja, que revistaba en las filas de aquellos, era “trotskista”, los hijos del camionero, del colectivero, del taxista, del que no se sabía de qué vivía, un hijo de cantante de ópera y anestesista que tenía el cielo ganado por adelantado, los coreanos que decían que en Corea la edad se computaba distinto porque pasaban dos años en la panza de sus madres (¡con razón se habla de la paciencia oriental!). Todos, sí, disfrutábamos recorrer las calles en verano con un balde lleno de agua y bombitas para el festejo del carnaval al que sometíamos ingenua pero cruelmente a algunas damas muy poco interesadas en el intercambio de agua por insultos.

De todos modos, esta actitud no podía encuadrarse estrictamente en un comportamiento hostil hacia el género femenino. Los del otro edificio, por ejemplo, a quienes asignábamos el poco reconfortante y muy ochentoso mote de “los conchetos”, fueran hombres o mujeres, recibían agua de la zanja a cambio de sus bombitas. Cuando se nos terminaba la munición, llenábamos nuevamente la botella en la breve correntada que acompañaba al cordón de la vereda y volvíamos a la carga. En realidad todas estas son secuencias que ocurrieron en tiempos diferentes, pero dejan claro el concepto, si se puede usar el término, de lo que éramos, queríamos y hacíamos.

La semana pasada estuve parado un buen rato, bajo la llovizna, en la misma pista devenida cancha y me acordé de estas cosas y muchas más. Mientras la malvinera contenía el ataque débil pero persistente del agua, observé el territorio en el que había transitado una significativa parte de mi vida. Había entrado por primera vez a esa plaza hace más de 20 años. Como símbolo de la política que nos dejó el turco y sus epígonos, ya no había bebederos ¿A quién se le ocurre que en un lugar para correr hasta quedar deshidratado no haya bebederos? Si se lo mira bien, el detalle es de una crueldad espantosa. Una escena de neoliberalismo explícito.

La plaza estaba prolijamente pintada de azulgrana, sólo interrumpido por leyendas que rezaban “No al polideportivo, Fuera CASLA”. Este principio de desgarramiento entre el barrio y el club no me afecta, primero porque ahora no me interesa especialmente el fútbol y segundo porque entiendo que a esa identidad de barrio y club no hay con qué darle: la amalgama entre Boedo y San Lorenzo no puede deshacerse por tal o cual dirigencia circunstancial o por la pésima idea de cerrar una plaza y abrir un polideportivo, que por otra parte, ya la escuché varias veces cuando era pibe.

De última, si cierran la plaza, siempre está el pasillo de mi propia casa, que más de una vez se transformó en un arco a arco entre mi viejo y yo. Daría lo que no tengo por ver a mi viejo pateando una pelota nuevamente.